Una obra de Broadway cargada de tensión nos lleva al ciberinfierno

No es ningún spoiler decir que “JOB”, la electrizante sinapsis teatral de Max Wolf Friedlich, presenta a una joven muy estresada que le apunta con un arma a un terapeuta en su consultorio. Así comienza la obra.

Es una forma extraña, por no decir delirante, de que Jane (Sydney Lemmon) obtenga de Loyd (Peter Friedman) el visto bueno de salud mental que exige la empresa, lo que le permitiría volver a su trabajo después de un colapso mental épico en el trabajo. El video de su crisis se volvió viral y su colapso se convirtió en un meme.

Pero Jane no busca terapia. Todo lo contrario. Durante los siguientes 80 minutos, esta tensa transferencia desde Off Broadway se revela como un viaje aterrador al lado oscuro de Internet.

Una vez que el arma está de vuelta en su cartera, comienza otro tipo de enfrentamiento. Jane, una experta en tecnología de la generación Z, está decidida a regresar a su puesto de “moderación de contenido” en el trabajo, en el que retira material ofensivo de la plataforma en un gigante tecnológico del Área de la Bahía.

Durante la mayor parte de su duración, la obra parece ser un tenso tira y afloja entre un empleado perturbado y un terapeuta atrapado que seguramente no va a acceder a sus demandas, pero que instintivamente siente la necesidad de ayudar a un alma atribulada y en conflicto que insiste: “Esto no es lo que soy”.

Loyd, que se enorgullece de aceptar casos difíciles, intenta con cautela investigar la raíz de la angustia y los ataques de pánico de Jane mientras analiza su pasado. Poco a poco, aprende sobre su historia familiar y personal, sus problemas de empoderamiento en el trabajo y su obsesión con la violencia que presencia en el mundo y en el cosmos cibernético.

Jane contrarresta el asesoramiento psicológico de Loyd con una visión cínica del mundo y acusaciones generacionales. Sin embargo, a pesar de todo, también anhela un lugar seguro donde simplemente recostarse, preferiblemente “en urgencias, donde no hay ninguna opción”.

Al principio, su rabia parece estar dirigida contra los “babyboomers”, a los que Loyd representa y a los que ella desprecia. Pero su ira es más específica que las acusaciones generales. Tiene una tarea que realizar, y en este caso también es tan significativa como abrumadora.

Friedman hace gala del mismo profesionalismo sereno y ambiguo que mostró en su papel del ejecutivo corporativo Frank Vernon en “Succession” de HBO. En una interpretación magnífica, el actor hace que la sensibilidad y la personalidad tranquila de Loyd sean un producto natural de sus días de hippie en Berkeley, hace mucho tiempo. Pero también es consciente de lo mucho que está en juego. “Por favor, date cuenta de lo que está pasando aquí”, le recuerda a Jane cuando ella le exige su pase médico. “Me tienes como rehén”.

Lemmon es fascinante y le aporta una fiereza inteligente a su personaje. A veces es maníaca y asustadiza; en otras, se queda inmovilizada y se va a otro plano de la realidad, al que sólo regresa por el deber de cumplir con su importantísimo trabajo, uno en el que siente el poder de “extraer la oscuridad” de la red “y llevármela conmigo”.

Aunque es una misión poderosa y con un propósito (“Tengo trabajo que hacer. No es una elección”), en esta situación particular no hay un camino claro hacia adelante.

El título de la obra está escrito en mayúsculas, probablemente por la importancia de las tareas de Jane en la compañía y los sacrificios de proporciones bíblicas que soporta (“Sufrir es un privilegio”, dice). Sin embargo, con demasiada frecuencia la obra parece sobrecargada de ideas, temas y enigmas morales dispersos en ráfagas y fragmentos aleatorios. Hay momentos en los que “JOB” está a punto de salirse de la red.

Pero entonces la obra toma un rumbo nuevo e inesperado, trastocando la narrativa del thriller psicológico, ya que ambos personajes son vistos de repente bajo luces muy diferentes. A medida que se revelan aún más las profundidades de Internet, se convierte en una historia de terror.

El desconcertante diseño de sonido de Cody Spencer, los juegos de luces de Mextly Cousin y la isla de oficina en medio de torres de pantallas del diseñador de escenarios Scott Penner se suman de manera subliminal y directa a la tensión de la producción, finamente calibrada por el director Michael Herwitz.

Es probable que esta exploración de la nueva y sorprendente realidad de “Internet, donde vivimos”, en un único escenario y con dos actores, se presente en muchos más escenarios en el futuro. Pero quienes esperan un enfrentamiento lleno de suspenso en la oficina o un debate tecnológico deberían abrocharse el cinturón y prepararse para un viaje al infierno cibernético.

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