autoritario

Hace diez años, según el estudio anual Healthy Minds de estudiantes universitarios, 1 de cada 5 estudiantes universitarios estaba lidiando con una enfermedad mental. Entre 2013 y 2021, según Healthy Minds, la proporción de estudiantes universitarios estadounidenses afectados por la depresión aumentó un 135 %. Durante el mismo período, la proporción de estudiantes afectados por alguna enfermedad psiquiátrica se duplicó a más del 40%. “La juventud de Estados Unidos”, escribió el periodista Neal Freyman en abril, “se encuentra en medio de una creciente crisis de salud mental, y los expertos en salud pública se apresuran a identificar las causas profundas antes de que empeore aún más”.

Tienen razón para correr. La enfermedad mental funcional amenaza la existencia de la sociedad y está detrás de sus males sociales, económicos y políticos.

La enfermedad mental funcional no tiene cura. Solo se puede administrar, por ejemplo, con litio o Prozac. La efectividad de tal manejo depende de la racionalidad del paciente, pero un síntoma de la dolencia es la irracionalidad. Las tasas epidémicas de enfermedades mentales, incluso si se toman en la medición de incidencia de 2007 entre adultos de 18 a 54 años como 20 %, significa que es probable que 1 de cada 5 adultos estadounidenses en cualquier momento sea irracional. Es decir, sus juicios serían erróneos y subjetivos, reflejando su condición psicológica y no la realidad objetiva. Si consideramos las tasas actuales entre los estudiantes universitarios, o la élite del mañana, podríamos esperar que los juicios sobre asuntos económicos, militares, políticos o sociales de 2 de cada 5 tomadores de decisiones estadounidenses pronto se vuelvan poco confiables.

Por definición, la enfermedad mental funcional es una enfermedad de origen biológico desconocido. El aumento constante y sistemático de sus tasas de incidencia desde la década de 1840 es prueba de que sus orígenes no son biológicos. Sin embargo, contra toda lógica, la investigación en salud mental se enfoca exclusivamente en la biología y no arroja una red explicativa más amplia. La evidencia apunta a una explicación histórica y cultural del aumento de las tasas de incidencia. Específicamente, sugiere que la enfermedad mental funcional es una enfermedad característica de las democracias liberales prósperas y seguras.

Cuanto más se dedique una sociedad al valor de la igualdad y más opciones ofrezca para la autodeterminación individual, mayores serán sus tasas de enfermedad mental funcional. Estas tasas aumentan en paralelo con el aumento de las opciones disponibles relacionadas con la ocupación, la geografía, la religión, el género y el estilo de vida. Esto explica por qué, desde la década de 1970, EE. UU. lidera el mundo como el país más afectado por enfermedades mentales funcionales, aunque otras democracias liberales prósperas no se quedan atrás. Antes de la década de 1970, el primer lugar pertenecía al Reino Unido, que perdió ese ranking junto con su imperio y, como resultado, la dramática contracción en el número de opciones que la nación ofrecía a sus miembros. Por el contrario, las tasas de enfermedad mental funcional en sociedades inseguras, pobres, desiguales o autoritarias son notablemente bajas. Durante décadas, la Asociación Mundial de Psiquiatría ha reflexionado sobre el “rompecabezas perenne” de la inmunidad relativa a tales enfermedades en los países del sudeste asiático.

La igualdad inevitablemente hace que la autodefinición sea una cuestión de elección propia, y la formación de la identidad personal, necesaria para la salud mental, se convierte en una responsabilidad personal, una carga que algunas personas no pueden asumir. Una tasa relativamente alta de enfermedad mental funcional, que se expresa centralmente en la insatisfacción con uno mismo y, por lo tanto, en la inadaptación social, debe esperarse en las democracias. Pero si bien las altas tasas de enfermedad mental son un viejo problema, las tasas vertiginosas de las últimas décadas no se explican solo por la igualdad. Están relacionados, además, con lo ocurrido con los valores occidentales, especialmente en EEUU, desde la disolución de la Unión Soviética.

La desaparición del oponente común de Occidente hizo que las identidades individuales en Occidente fueran más confusas e insatisfactorias. Habiendo perdido de vista aquello contra lo que ellos, como sociedad, estaban en contra, millones de occidentales perdieron el sentido de lo que representaban, rechazando puntos de referencia comunes, como la responsabilidad personal, que anteriormente constituía el núcleo del yo en Occidente. Las virtudes y los vicios, al estilo soviético, llegaron a ser vistos como características de los grupos, las agrupaciones sociales significativas se definieron genéticamente, todo el malestar personal se atribuyó a la sociedad y la carga de la responsabilidad se descargó de los hombros individuales.

Este cambio transformó la comprensión de la justicia de una basada en acciones individuales a una basada en disposiciones colectivas biológicamente determinadas. Fomentó la inadaptación social porque las personas que se creían decentes se sentían naturalmente incómodas en una sociedad que no era decente. Y al mismo tiempo atrapó a un gran número dentro de identidades determinadas genéticamente viciosas, pero ineludibles. Si bien resolvió el problema para algunos, este cambio de valores aceleró el aumento de las tasas de enfermedad mental.

Las tragedias de Uvalde y Buffalo subrayan la urgencia de abordar la crisis de salud mental. Comprender sus causas nos ayudará a hacerlo.

La Sra. Greenfeld es profesora universitaria y profesora de sociología, ciencias políticas y antropología en la Universidad de Boston y autora de “Mind, Modernity, Madness: The Impact of Culture on Human Experience”.